Democracia mexicana: montaje histórico

Gonzalo Núñez González • 7 de marzo de 2019
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Cualquier referencia a los ajustes al modelo –reformas estructurales– significa llanamente mejores mecanismos de control y dominación, que procuran una mayor privatización y reducción del Estado mexicano, como lo ha sido el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, cuya “modernización” (T-MEC) sujeta aún más a México a los designios de nuestros “socios”.

 

La maldita vecindad –y no me refiero al grupo musical- con los Estados Unidos, ha marcado nuestra historia.

Si no entendemos la evolución de nuestros vecinos, será difícil comprender nuestro desarrollo y sus límites y contradicciones; sin que ello signifique abrazar este determinismo como única causa de nuestro devenir.

La estrategia para concebir y ampliar la dependencia de nuestros vecinos ha tenido diferentes facetas y grados, una de cuya máxima expresión ha sido la apropiación de más de la mitad de nuestro territorio -2.5 millones de kilómetros cuadrados- como parte del constante despojo del que hemos sido objeto en los últimos dos siglos.

Esta relación, que físicamente obedece a una frontera de casi dos mil millas, que registra el mayor cruce de personas y mercancías del mundo, y que algunos especialistas en el tema y diplomáticos refieren como una “relación dinámica” o “vecindad distante”, dependiendo de la óptica del observador, representa sin lugar a dudas un gran reto para ambos países, pero sobre todo para México.

Un ejemplo de este enjambre de conflictos, que han evolucionado vertiginosamente, es sin lugar a duda la cuestión migratoria, no sólo en términos socioculturales y de derechos humanos, sino especialmente económicos, dado que la expulsión de población obedece en buena medida a la incapacidad de la economía mexicana –y centroamericana- para dotarles a sus ciudadanos de seguridad, un trabajo digno y todas las condiciones reproductivas que merecen.

Este fenómeno migratorio, que se ha exacerbado en los últimos lustros –el éxodo centroamericano a EUA- y que es característico de nuestra relación bilateral y regional, se ha traducido en cada vez más importantes flujos de capital hacia nuestro país –de más de 30 mil millones de dólares anuales- que compensan en buena medida el ingreso familiar de zonas atrasadas del país, pero que distorsionan la comprensión de la verdadera dimensión del rezago económico nacional de los últimos 36 años, en que la economía mexicana se ha estancado en tanto no ha crecido en términos reales y en que el salario mínimo ha reducido su capacidad adquisitiva hasta en un 80%; muestra de ello es que el salario de los mexicanos ya es hoy la tercera parte del que perciben los chinos, y que paradójicamente se presume como un factor competitivo de nuestra economía, junto con el modelo extractivista de nuestros recursos naturales, amenazados por la sobreexplotación de empresas multinacionales.

Pero la característica más conspicua de esta relación bilateral, tiene que ver con el montaje que se ha llevado a cabo respecto a la “democracia mexicana”, para garantizar la estabilidad y la “gobernabilidad” que se requiere para poder instalar y operar el modelo de dependencia neoliberal, pero que es en realidad neocolonial, para beneficio de un grupo reducido de poder que tiene su soporte en una nueva clase trasnacional o global, representada por los grupos de empresas multinacionales que trasladan capitales y eslabones y/o cadenas de producción a su antojo, con las facilidades proporcionadas por los gobiernos –denominadas competitividad- para atraer dichos capitales,  nombradas a su vez, inversión extranjera.

A partir del triunfo de la guerra de independencia y después de un siglo de inestabilidad política en donde existieron más de 100 gobiernos y una dictadura de más de 30 años, con la revolución mexicana se fraguó el establecimiento de una coalición de fuerzas bajo el manto de un partido hegemónico, que institucionalizó dicho movimiento, para dar paso a la democracia vía la no reelección y un proyecto que respondía a la demanda de justicia social.

Este proyecto posrevolucionario quedó plasmado en la constitución de 1917 que respondía –en el papel- a la voluntad colectiva de reconstruir, por la vía institucional, un país en desarrollo con equidad y justicia.

Por lo que respecta al crecimiento económico, se sentaron las bases sociales –el reparto agrario y apoyos múltiples- para el aumento de la producción en el campo, cuyo excedente permitió financiar el desarrollo urbano e industrial vía empresas paraestatales, a partir de la nacionalización de la infraestructura básica para su despegue: energía y transporte, bajo la rectoría del Estado mexicano.

Con este esquema, se logró durante cincuenta años un crecimiento económico de más del doble de la población, lo que representó emplear a la mayoría de los mexicanos y triplicar el poder adquisitivo del salario, todo ello a partir de lograr sustituir buena parte de las importaciones que se expandieron en décadas previas y que se vieron complicadas por las dos guerras mundiales.

La segunda guerra mundial en particular, concentró la atención de nuestros vecinos, que requirió amplios suministros de su aliado fronterizo; así bajo este período, el tenue reclamo democrático sucumbió por el aumento en el nivel de vida de la población, y la conformación de una nueva clase media, y que a su vez con la ayuda del gobierno norteamericano, se fue instalando el gobierno autoritario comandado por un partido hegemónico que abatió cualquier protesta para garantizar el “desarrollo estabilizador”, que no fue democrático, pero si política y socialmente estable, a conveniencia de los nuevos grupos dominantes nacionales y de nuestros vecinos del norte.

De esta forma, la evolución democrática del país ha sido limitada por un “arreglo” en donde la liberalización de la oposición ha ido aparejada por mecanismos para su control y sujeción a los propósitos del grupo en el poder en turno, que además de la permanente represión, ha echado mano de diversas maneras, de los recursos públicos para alimentar ese control mediante la corrupción e impunidad, así como estructuras corporativas –sindicatos obreros y campesinos, cámaras empresariales, ejército e iglesia católica- a su servicio, promovidas y toleradas por nuestro vecino del norte para su conveniencia.

Esta simulación democrática del siglo pasado, que se encarnó en un “sistema presidencialista” y que ha significado el control central de los poderes legislativo y judicial, así como de todas las instituciones del Estado mexicano, tuvo que echar mano hasta de un relevo por dos sexenios –llamada transición democrática- que no solo no pudo desmantelar el viejo régimen, sino que con su trivialidad y frivolidad, pavimentó el camino para su restauración bajo la premisa de profundizar la apertura a la globalización bajo un esquema neoliberal, y que mediante nuevos mecanismos desestabilizadores como la crisis de las finanzas públicas y la crisis de inseguridad, permite a nuestros vecinos tomar el control de nuestros recursos e instituciones de gobierno, para buscar perpetuar este modelo de dominación.

En este contexto, cualquier referencia a los ajustes al modelo –reformas estructurales– significa llanamente mejores mecanismos de control y dominación, que procuran una mayor privatización y reducción del Estado mexicano, como lo ha sido el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, cuya “modernización” (T-MEC) sujeta aún más a México a los designios de nuestros “socios”.

Este modelo de desarrollo de los últimos 36 años que en la práctica generó una mayor desigualdad económica, exclusión social y política, derivó en su agotamiento y la consiguiente demanda colectiva de un cambio que se materializó en las pasadas elecciones presidenciales.

El cambio que ha exigido la ciudadanía mediante el voto mayoritario a favor de AMLO ha incluido al cambio del régimen político y significa el inicio de la verdadera transición democrática con justicia de nuestro país. En donde la democracia que viene tiene un sentido integral, no solo en lo político sino también en lo económico, social y ambiental, pero especialmente en el respeto irrestricto a los derechos humanos de todos los mexicanos.

Para (re)iniciar la transformación de México –en esta llamada cuarta etapa- es menester retomar la Reforma del Estado que permita un agiornamento de todo el andamiaje institucional que ha sustentado un modelo de desarrollo neoliberal que en medio de sus contradicciones –profunda desigualdad y violencia- ha encontrado sus límites.

Para llevar a cabo el cambio que se espera, es urgente trazar un plan estratégico para impulsar un verdadero desarrollo que mitigue las cuestiones urgentes –crecimiento económico, igualdad, seguridad y justicia-, es decir incluyente, pero sobretodo que tenga una visión de Estado en el mediano y largo plazo, cuyo objetivo rector sea lograr la paz social, perdida a partir de la instalación de un régimen corrupto.

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